Noche de lunes
Manhattan un lunes por la noche. Me fui en taxi a buscar a la madre de mis hijos para salir a comer. Me subí al auto amarillo a la carrera, haciéndole el quite al frío bajo cero que hacía a esa hora. Más de las nueve, hora a la que en cualquier otra ciudad de Estados Unidos ya están cerrando las cocinas de los restaurantes, especialmente un día lunes. Pero esto es Manhattan. Y Miami no es una ciudad de Estados Unidos...
El taxista, un casi adolescente pakistaní, apenas me puso atención cuando le di el destino, y poco entendió que pararíamos a recoger a otra persona para seguir a un restaurante. Estaba al teléfono, hablando incesantemente en algún dialecto del sub-continente indio. Curioso, pero eso ya es parte del paisaje, cada vez que uno se sube a un taxi el chofer está conectado al celular sin manos, hablando de corrido en algún idioma tercermundista incomprensible. Y ya no le ponen atención al pasajero, no le hablan, no le comentan acerca del frío que hace o lo pesado que ha sido el día, o si el tráfico ha estado como la mierda por culpa de una visita de Bush. Con dificultad oyen el destino y a medias, o las instrucciones de dónde parar. Se pasan una cuadra, no paran cuando uno les dice. A menos que uno les grite “Stop now!” a todo pulmón. Ahí reaccionan frenando brusco y dejándote pegado al vidrio que te separa del asiento delantero.
Llegamos a un restaurante italiano, no muy grande, que alguna vez fue un hot spot del East Side, pero que ya está mas tranquilo. Decorado para una navidad Kitsch, y con unos mozos vestidos principalmente de negro, con facha de italianos de película porno y a los cuáles parece que les exigen que la barba esté crecida de un día. O al menos con ese five o’clock shadow que siempre me pica la curiosidad de sentir de cerca cuanto pica…¿La esencia de la masculinidad de un rostro? Puede ser, los mozos se veían bien, y según mi mujer eran todos gay. No lo sé, actores desempleados tal vez, gay-for-pay o por vocación. Pero claramente "available to play". Y el anfitrión, un italiano delgado y fibroso de veintitantos, peinado al estilo de los setenta, algo relamido, se jugó un flirteo que me dejó nervioso cuando vino a dejarme la bufanda que se me había caído al acercarme a la mesa. Hasta se enojó un poco mi mujer, por el descaro. Cierto, fue el flirteo mas caballeroso que me ha tocado, nada que decir, jugó cartas fuertes pero con delicadeza.
La comida buena, el ambiente, energético y colorido, y cuando ya estábamos en el postre entró un negro alto, de unos cincuenta y tantos, buen mozón y muy bien vestido con una chaqueta deportiva de lana. Se dio un par de vueltas, habló con el dueño y se paró cerca del bar.
No paso mucho rato cuando algunas conversaciones se interrumpieron, y se levantaron cabezas irritadas por cukpa de una voz que cantaba. El negro comenzó a cantar a capella una canción preciosa. Romántica, de esas antiguas, que te hablan de la chica de tus sueños y del chico que la lleva de vuelta a su pueblo para criar una familia. La felicidad romántica, circa primera mitad del siglo XX. En unos pocos segundos la voz del negro se tomó el restaurante y todos los comensales se quedaron callados, con la boca abierta admirando la voz increíble del cantor. Terminó la canción, y el mood del restaurante había cambiado. Todo quedó más suave, armónico. El negro recibió varios billetes de gente que se acercó a dárselos en la mano. No pasó el sombrero, muy digno el. Se puso el abrigo, se despidió y se fue a seguir la noche a lagún otro restaurante. Only in New York.