Deja vu
Hace unos días me encontré en un lugar de la ciudad que me pareció tremendamente conocido. Algo que me hizo sentir de nuevo la ciudad con la perspectiva que le daba el hombre algo ingenuo de treinta años que fui alguna vez. Perspectiva que se distorsionaba por estar durmiendo en un hotel de midtown Manhattan, lo que me hacía pensar que caminar por las calles hacia el este de la isla era alejarse de la civilización y en cierta forma correr riesgos. Llegar a la Primera Avenida me parecía una locura, nada tenía que ir a hacer yo allá, tampoco a la Segunda Avenida, aunque estuviera llena de restaurantes. Me parecían demasiado caros, aunque me lo pagaba la empresa, me daba dolor de estómago pagar esos precios por una comida. Ya me parecía mucho comer una hamburguesa en un diner de la calle Lexington, y si gastaba más de diez dólares en una cena me atacaba el sentimiento de culpa que me inculcaron los curas en el colegio. Diez dólares era mucha plata para mucha gente, y el que estuviera en los albores de una carrera internacional exitosa no me daba derecho a esos despilfarros.
Pero había otra cosa que no me la inculcron tan clara los curas, y si me aventuraba a la segunda avenida porque por allí en una esquina había una revistería que me atraía como el queso al ratón. Una tìpica tienda de revistas, tabaco, etc. De esas que hay cientos en Manhattan, pero con la particularidad que se podía entrar y hojear las revistas sin estar a la vista de toda la calle, y además tenía metidas entre las revistas de pesca y caza, decoración y finanzas, el surtido más increible de revistas gay que había visto.
Una noche después de la rutinaria hamburguesa en la cafeteria del Hotel Doral, que ya no existe, me encontré hojeando las revistitas esas, ya casi lanzado a la vida y hojeándolas aunque hubiera más gente en la tienda. De hecho había una señora de mediana edad comprando el diario, y un tipo joven que miraba revistas pero no hojeaba nada. Un tipo alto, como de 25 años, delgado y fibroso, de pelo oscuro y con unos ojos azules preciosos medio escondidos detrás de unos anteojos horribles que lo hacían parecer nerd. Repentinamente, sin decir agua va, el joven tomó el último numero de Honcho, que traía un tipo musculoso y peludo en la cubierta, y se fue a la caja a pagarla.
Generalmente soy de reacciones lentas y de efecto retardado. Pero en ese momento me demoré una fracción de segundo en tomar dos revistas, el Honcho y otra que se llamaba Torso, y con ellas en la mano me acerqué rápidamente a la caja para dejarlas al lado de la revista que estaba comprando el muchacho. Ni siquiera me miró, por el contrario, sentí como se puso tenso y se preparó para salir rápidamente evitando que nuestras miradas se cruzasen. Armado de su bolsa de papel cafe con la revista adentro, el joven saliò de la tienda, y detrás de él salí yo apuradísimo por seguirlo, sin saber que esperar de haber reconocido a un gay en la tienda. Lo alcancé y me puse a caminar descaradamente a su lado, mientraspor mi mente pasaba todo tipo de pensamientos en cuanto a la locura que estaba haciendo, por un lado algo que me daría mucha vergüenza si alguien lo supiera, y por otro la sensación de pecado, ahí de nuevo los curas del colegio.
No sabía para donde iba eso, y el joven que iba a mi lado estaba nerviosísimo, pero ahí seguía, caminando a mi lado. No habíamos cruzado palabra, y realmente hasta allí había llegado mi arrojo. No sabía como seguir. Ahí estaba, en el medio de la calle con un hombre atractivo a mi lado, evidentemete gay, que sabía que yo también leía revistas con hombres desnudos, pero no sabía que hacer. Sonreirle a un desconocido me cuesta mucho. Estaba elucubrando cuando el tipo se sacó los anteojos en un gesto de coquetería inmensa, y de patito feo con anteojos nerd se convirtió en cisne. Me derretí y se me Salió una sonrisa. “Hi” me dijo, poniéndose rojo como tomate. “Hi”, le contesté. El hielo estaba roto.
Nunca me había levantado a alguien en la calle, pero aprendí rápido. Bill y yo terminamos en la cama del hotel de lujo que me pagaba la empresa, y se quedó a dormir conmigo. Estuvo toda la noche allí, a mi lado, tenía todo su cuerpo para tocarlo cuánto quisiera, una piel blanca sobre musculos largos y marcados, piernas adorablemente peludas, una cara angelical.
No dormí mucho esa noche, en parte porque mi lado lujurioso no me dejaba perderme un segundo de sentirme dueño de ese cuerpo precioso, y en parte también porque mi lado racional me decía que no era muy prudente quedarse dormido junto a un desconocido en una habitación de hotel en Nueva York.
Despertamos y nos fuimos a tomar desayuno juntos, porque él tenía clases, era un universitario que estudiaba en Columbia, pre-grado a pesar de tener casi 25 años. Se había demorado en empezar sus estudios, y ahora le faltaba poco para graduarse. Su madre mexicana vivía en México, su padre gringo en Texas. Ella de una familia de hacendados, él de una de petroleros. Divorciados.
La experiencia me dejo con cara de cordero degollado por varias semanas, y me las arreglé para volver pronto a Nueva York, dónde volví a ver a Bill y salimos a comer antes de pasar otra noche en mi hotel. Se desarrolló una relación sin compromisos a la distancia, y poco a poco los viajes se hicieron más frecuentes.
Llegamos a caminar tomados de la mano por el East Village, yo suficientemente borracho como para no mortificarme demasiado, y contando con que en el EV de esa èpoco era muy difìcil que alguien me fuera a reconocer.
Fue maravilloso. No se por qué se diluyó esa relación y en algùn momento dejamos de vernos seguido. Sin explicaciones, total, no había compromiso. Hasta que un día empezamos a considerarnos solamente amigos. Buenos amigos a la distancia. Hoy ya le perdí la pista, a él y a sus tormentosos novios, varios de los cuales conocí.
El lugar que me trajo los recuerdos es dónde Bill se sacó los anteojos, un punto de Manhattan por el que paso a diario y recién me doy cuenta que es el mismo lugar donde partió esa relación sin destino.
A partir de ese día empecé a reconocer muchos lugares de ese sector donde viví las primeras y culposas aventuras en que exploraba cautamente le mundo gay bajo el auspicio de la gran manzana. Como el barcito ese que estaba a media altura y habìa que subir unos escalones en una casa blana que hay en la calle 52. Alguna vez estuve ahí conversando con un tipo lindìsimo, pero que al rato me empezó a pedir plata para comer, porque llevaba dos días sin comer por razones que no me pudo explicar. Drogas, que se yo. Lindísimo, tentador. Se me ofreció por un plato de comida, room service... Me asusté, y salí del bar, seguido por el personaje. Me siguió rogando que le comprara comida, que se iba conmigo al hotel. Le dije que no, con mucho susto, con el corazòn saliéndome por la boca. Y mi lado lujurioso se imaginaba las posibilidades con ese cuerpazo hermoso que me seguía insistiendo. Caminaba por la Tercera Avenida cuando a media cuadra veo acercarse hacia mi a un grupo de ejecutivos chilenos que yo conocía y que me conocían bien. Casi me da un paro cardíaco. Aqui voy por la calle acosado por un adonis drogadicto, mentiroso, posiblemente se financiaba el vicio con ventas privadas de sexo..., y veo acercarse a todos estos personajes del establishment chilensis. Apuré el paso todo lo que pude, dejando al personaje varios pasos mas atrás cuando me crucé con el lote. Ni los miré, me escapé del hustler lo mas rápido posible y me fui al hotel.
El local del bar ese esta disponible para arriendo... ¿Algún interesado?