El elefante invisible
Mi historia oficial dice que nunca supe que era gay hasta años después de casarme. Es sorprendente como una verdad de ese tamaño, ser gay, puede ser totalmente invisible, y como la mente nos hace jugarretas que nos pueden cambiar la vida.
Recuerdo que estuve como estudiante de intercambio viviendo en el noreste de Estados unidos por un año, haciendo cuarto medio en un colegio en un pueblito chico cerca de una ciudad algo mayor y de los Grandes Lagos. Muy lejos de la verdadera ciudad, New York, en un mundo entre rural y suburbano. Viví allí con una familia maravillosa que me integró y me dio un afecto enorme y me ayudó a superar una serie de dificultades que tenía a partir de problemas entre mis padres, y por venir de una familia fría y disfuncional. Yo resulté ser alguien de quién ellos se sentían muy orgulloso, académicamente destacado, buen deportista, algo sabelotodo, sumamente educado, dispuesto a probar todo y para todos efectos un “hijo” todo terreno. Me llegué a sentir tan cómodo con esa familia, a la que quiero mucho hasta estos días, que me provocaba sentimientos de culpa y pesadillas. Como católico, me habían enseñado que tanta felicidad mientras otros sufren no era bueno. Ahí estaba yo, en un mundo ideal, a años luz de un Chile que pasaba una de las épocas más oscuras de su historia, y en el que mi familia y mis amigos lo estaban pasando mal. Mientras ellos pasaban pellejerías, yo nunca logré gastar la mesada que me daba el programa de intercambio, porque cualquier sospecha de que yo quisiera algo era suficiente para que apareciera comprado por mis anfitriones como sorpresa cuando llegaba del colegio.
En esas circunstancias, no me sentía con derecho a ser nada menos que casi perfecto. Mi único “defecto” era que alegaba por tener que cortarme el pelo cuando me lo hubiera querido dejar largo, pero al final aceptaba ir a la peluquería, además me llevaban al mejor peluquero de la ciudad cercana.
A esa edad 17 años, virgen pero con las hormonas zapateando fuerte, en el último año de colegio en USA había innumerables candidatos a ser el objeto de mi afecto, y poco a poco me iba dando cuanta lo cómodo que me sentía en el ambiente de los “jocks” del colegio. Los deportistas buenos. Y guapos. Reviso mi anuario del colegio, y veo que mis amigos eran todos los más guapos del colegio, los mejores de varios deportes. Y ellos me apreciaban, aunque en los deportes gringos tradicionales yo no pudiera destacar simplemente porque nunca antes había jugado lacrosse, béisbol ni fútbol americano. Me dediqué al atletismo, que es lo que sabía hacer, y en el invierno hice algo de lucha.
En las tardes, cuando había buen tiempo, mi casa se convertía en el lugar donde se jugaba fútbol, béisbol y lacrosse de barrio, ya que había una buena cancha en el enorme terreno, y porque mi hermano gringo invitaba a los muchachos del barrio a jugar. Además así lucía a su hermano chileno, que no tendría idea de fútbol americano, pero que si agarraba la pelota con los dedos de lana que tenía, corría y no lo agarraba nadie hasta que hacía un touch-down.
Lo mejor de esos partidos eran los vecinos que venían a jugar. Por el camino rural donde vivíamos, como unos 800 metros cerro arriba, vivía una familia de apellido italiano, seis hermanos y una hermana, todos entre 9 y 17 años. Los mayores eran unos mellizos rubios y de ojos azules, muy atractivos, idénticos físicamente pero con personalidades totalmente diferentes. Brian, uno de ellos, era el ¨jock”, el que se pasaba las tardes jugando a la pelota y que me juraba que iba a ser jugador de fútbol profesional. Cierto, tenía un cuerpo precioso, muy bien desarrollado, pero no alcanzaba al metro ochenta, con lo que poco probable era que realizara su sueño. Su mellizo Kevin no era tan desarrollado físicamente, aunque igualmente buen mozo, y se pasaba las tardes trabajando en el supermercado mas grande de la ciudad, haciendo de todo allí, con el principal objetivo de juntar plata para comprarse un auto. Que se compró finalmente, un escarabajo cacharriento que le dio muchos dolores de cabeza. Kevin también era más estudioso, parece que quería ganar plata y poder vivir mejor por su cuenta que siendo uno de siete hermanos en una familia cuyo padre era instalador cerámicas.
Reconozco que cuando Brian me invitaba a su casa y nos ibamos a su dormitorio, compartido con otros dos hermanos, y echados en la cama me mostraba los postres de sus idolatrados futbolistas profesionales mi mente se erotizaba completamente, aunque si me la hubieran dado en bandeja no hubiera sabido que hacer. El homoerotismo de la situación era casual, ya que Brian nunca me dio la sensación de ser gay. Simplemente me admiraba porque en la cancha de fútbol jamás me podía alcanzar. Eso de buenos e ingenuos que tienen los americanos, que cuando alguien destaca lo ponen en un pedestal en vez de envidiarlo y tratar de chaquetearlo.
A veces los muchachos de la colina me invitaban a comer a su casa, invariablemente tallarines con albóndigas, con ensalada de varios colores, muchas risas y ruido. Un cálido familión italiano.
El siguiente hermano, Luke, era más bajito que los otros dos, con el pelo rubio más oscuro y los ojos vivaces, verde oscuro, los ojos más lindos de la familia. Estábamos en clase de Trigonometría juntos, a pesar de estar dos cursos más abajo que yo, las matemáticas de mi colegio chileno no daban para más que las matemáticas de segundo medio en un colegio público norteamericano. Creo que ni siquiera había oído la palabra trigonometría hasta mi primer día de clases. Luke era amistoso, tan buen mozo como sus hermanos mayores, y más formalito. Nunca usaba jeans para ir al colegio, lo que mostraba que obedecía a sus padres, ya que en esa época se consideraba que los jeans no eran apropiados para ir al colegio. En realidad eran considerados apropiados para muy pocas cosas más que para jugar en el patio o salir de excursión. Los hermanos mayores de Luke no eran tan obedientes e iban al colegio con jeans, y para peor, jeans bien gastados.
Hasta ahí la familia me caía bien, y nada excepcional había pasado hasta que conocí a Matt, el cuarto de los hermanos, que estaba en noveno grado, equivalente a primero medio. Fue allí donde empecé a sentir fuerte la presencia del elefante invisible.
Matt era el más alto de todos sus hermanos, más desarrollado físicamente, y evidentemente el que había acaparado los genes italianos de la familia. Tenía la tez blanca, el pelo negro y los ojos azules. Una cara muy masculina, más aún para un muchachito de 14 años, ya que tenía más barba que sus hermanos y a veces la llevaba un poco crecida. Hacía mucho deporte y entrenaba con pesas, lo que se le notaba en unos músculos marcados pero no exagerados. Parecía mayor que sus hermanos, con esa altura, su cara de hombre grande y sus músculos. Algo en mi se alteraba cada vez que lo veía. Y lo veía con frecuencia, ya que durante el invierno volvíamos tarde del colegio, después del entrenamiento de deportes. No se que hacía el, ya que estaba en el Middle School, yo practicaba “wrestling”, lucha greco-romana. Pero terminábamos el día en el mismo mini-bus amarillo que nos iba a dejar a la casa cuando ya estaba oscuro, a eso de las 5 de la tarde. La mayor parte de las veces Matt iba con su novia, que vivía cerca, y poco podía conversar con él. Me limitaba a observar como besaba y acariciaba a la chiquilla que no podía estar más contenta con ese pedazo de hombre.
Se me hizo rutina llegar a la casa y ducharme apenas llegaba, largas duchas de agua tibia en las que me masturbaba pensando en la escena del bus. En mi mente lo justificaba porque era una escena erótica, que me dejaba excitado, pero la verdad es que mientras me duchaba pensaba cada vez más en Matt, el taciturno italiano rompecorazones.
Reconozco que fugazmente me entraron algunas dudas acerca de mi sexualidad, dudas que no estaban permitidas en el esquema de vida que se me presentaba por delante. Los gays todavía eran invisibles en la sociedad norteamericana, y el mundo seguía siendo escaso en modelos a seguir para un adolescente gay. Por el contrario, ser gay era claramente lo que no había que ser.
No se si fue mi mente que me hizo una jugarreta y me hizo creer que yo, que era un joven casi perfecto en todo lo demás, no podía ser maricón. O tal vez fue que el impulso sexual adolescente me permitía disfrutar de la compañía de las mujeres que no faltaban, desarrollando relaciones semi-platónicas con variadas chiquillas del colegio. Pero no pude reconocerme como gay, no pude ver el elefante que tenía al frente de mis narices.
Hacia el final de mi estadía en Estados Unidos sentía que tenía que avanzar en experiencia sexual, y por ahí en un viaje en bus a algún evento con otros estudiantes de intercambio y sus hermanos americanos, le agarré una teta a mi vecina de asiento, la hermana gringa de alguien. No, no fue un agarrón desvergonzado. La tenía acurrucada hacia mi lado, y nerviosísimo, le pasé el brazo sobre los hombros y le agarré un seno minúsculo por debajo de los tirantes de su blusa veraniega. Sentí como se endurecía el pezón, y me sentí macho. Agarrando tetas. Me daba cuenta que ella disfrutaba eso, pero no sabía qué más hacer. Casi terminando el viaje, creo que el pezón ya estaba en carne viva de tanto manoseo, y mi brazo estaba acalambrado. Mi compañera de travesuras, evidentemente mas experimentada que yo, giró la cara y me dio mi primer beso con lengua, un beso largo y ardiente que me hizo sentir violentado por un segundo y super excitado al siguiente segundo. Me gustó, y mucho. Pero nos tuvimos que bajar del bus y, medio avergonzado, no le volví a hablar ni la volví a tocar. Así empezó mi carrera heterosexual, y pude hacer como que el elefante invisible ya no estaba ahí. Por un tiempo al menos.
Empecé a practicar lo aprendido con mi vecina de asiento, y a darme cuenta que a las mujeres les gustaba tanto o más que a mi el asunto, y en el tiempo que me quedaba en Estados Unidos aproveché de recuperar tiempo perdido. Hasta en el avión de regreso a Chile, donde el que no tenía a una de las chicas para pegarse un atraque era un loser. Encontré compañera de viaje rápidamente y el avión se convirtió en casi un dark-room hetero apenas se apagaron las luces. Pasar de eso a pololas varias y encontrarme un día casado no fue tan difícil.
Pero el elefante invisible siguió ahí todo ese tiempo. Una verdad del tamaño de una catedral…