Frágil memoria
Estoy metido en un auto de esos negros con aspecto siniestro, o tal vez elegante, que se pasean por Nueva York y sus alrededores con gente a la que sus compañías les paga el transporte. La idea es que se muevan en condiciones algo mas cómodas que en un taxi amarillo manejado por algun inmigrante recién llegado que no sabe ni donde están las calles de la ciudad. Los choferes de estos autos negros, los “Town Cars” como los llaman por aquí, son inmigrantes no tan recién llegados, que seguro que partieron manejando taxis amarillos, pero son definitivamente mas cuidadosos y refinados, no huelen a curry o ajo ni se la pasan hablando por teléfono celular en hindi, urdu o ruso mientras manejan medio distraídos. A veces son guapos, y con su uniforme de pantalones negros, camisa blanca de algodón medio suelta y corbata negra se pueden llegar a ver sexy. Como el que me lleva ahora camino al aeropuerto de Newark. Un joven de tez blanca y pelo muy negro, lindas facciones sureuropeas y un cuerpo que se insinúa muy atlético a través de una camisa que arremangada, muestra unos antebrazos peludos y musculosos. El aire acondicionado me protege de la maldita humedad de esta ciudad que cuando no es tropical es gélida, y la amortiguación del Town Car me aísla de los infinitos hoyos de las calles de Manhattan. Es un agrado viajar así.
Cuando llegue al aeropuerto la comodidad del viaje se deteriorará por un rato, ya que nadie me puede salvar de la revisión que me van a hacer al pasar por seguridad, sacarse los zapatos, el cinturón y todos los metales del bolsillo. Soportar que a uno le griten, lo apuren o lo demoren, dependiendo del ánimo del funcionario. A sacar el laptop del maletín y ponerlo en una caja plástica que me recuerda los calientapiés del sauna Mund, y si se te ocurre llevar en tu equipaje de mano algo siniestro como un tubo de pasta de dientes, crema de afeitar o, Dios nos libre, champú, prepárese para ser tratado como delincuente. Desde ya ponga sus cremitas y líquidos en una bolsita plástica, declárese culpable y ruéguele al funcionario que le permita llevar esos artículos peligrosos. Están un poco más relajados ahora, dejan llevarlos en una bolsita transparente.
Es duro pasar del aire acondicionado y el espectáculo de mi guapo chofer a que a uno lo hagan desfilar en una cola de viajeros deschaquetados, a patita pelada y con los pantalones a medio caerse, sujetando una bolsita plástica con productos de aseo personal. Por suerte después de eso me toca subir al avión, Continental en clase ejecutiva, por lo menos es una línea aérea donde al personal no se le ha contagiado la actitud de empleado de seguridad de aeropuerto como sucede con otras líneas aéreas como American. Los de Continental sonríen y te ayudan, y hasta te ayudan a guardar la maleta.
Vamos a ver como sigue esto, sigo escribiendo en el avión, el guapo me está pidiendo la tarjeta de crédito porque ya llegamos al aeropuerto.
Sigo, no en el avión sino que en mi ciudad de destino. La capital de Colombia, años que no andaba por acá. Me olvidé de pedir que me recogieran en un auto del hotel. La ciudad me resulta familiar de cualquier manera, aunque me irrita que para cambiar 20 dólares en el aeropuerto hay que mostrar pasaporte, informar profesión y dirección en Bogotá para que una funcionaria llene un formulario que se lo dan a uno para que lo firme incluyendo dejar la huella digital en el documento. ¡Para eso todas las ventanillas tienen almohadillas de tinta! Salí a buscar un taxi "oficial", ya que aunque me dicen que Bogotá está muy segura en estos días, mas vale prevenir que curar. El camino a la zona norte se me hizo agradable, mirando como han arreglado las calles de la ciudad para tener un tráfico bastante más fluido que en el pasado. Y me di el gusto de ver los buses del Transmilenio. El Transmilenio es lo que quisieron hacer en Santiago con el Transantiago, pero implementado en forma seria, por un país con menos recursos que no se puede dar el gusto de malgastarlos como se ha hecho en Chile con la patética improvisación del Transantiago. En Bogotá los buses van por pistas segregadas, los paraderos son recintos cerrados de linda arquitectura, parecen estaciones de metro. Parece un metro de superficie, donde los buses articulados se mueven suavemente por vias diseñadas para ellos, sin tener que estar esquivando autitos y peatones o girando donde no hay espacio como en Santiago. Está linda Bogotá. Salí en la noche con unos amigos a comer a la zona rosa, por ahí en la zona norte done están lleno de restaurantes y bares. Mucho movimiento y musica, excelentes restaurantes, gente por las calles en un ambiente de "rumba" como le dicen los colombianos. Me recuerda lo que fue la calle Suecia en Santiago en sus mejores tiempos, antes de que se convirtiera en un antro de drogas y putas. Parece que Colombia está tirando para arriba.
Al llegar al hotel por fin revisé el Blackberry y me acosaron los emails. También había uno de
Steve, el Californiano. Ya está viviendo en Boston, hasta se compró una casa. ¡Qué rapidez!, yo recién empiezo a mirar después de un año. El llegó a Boston y rápidamente compró una casa, que la agregó a la colección de bienes raíces que ya tiene repartida por el mundo. Hace unos días me mando un e-mail preguntándome cuando lo iba a ir a ver, que ya tenía casa para recibirme. Ayer hablamos y quede en pasar un fin de semana con él, para el 4 de Noviembre. Mi percepción es que va a ser otra visita platónica, y me da lo mismo, me cae lo suficientemente bien como para que sea un placer verlo nada más.
Donde hubo fuego... tal vez algo queda, se que lo voy a querer siempre, y me da gusto que lo puedo ayudar algo en lo que está haciendo profesionalmente ahora. Me llama con voz dulce y me invita, claro, es que necesita esa ayuda, ya me ha pasado antes. A veces me ilusiono, poniéndolo en un pedestal, su voz dulce y amable en el teléfono me hace olvidar los días reales con él y olvidar las mil razones por las que me convencí de que lo que una vez tuvimos se acabó. Y mi mente empieza a hacer planes para una vida juntos, cosa que nunca ocurrirá. La racionalidad se va al carajo y empiezo a hacer espacio en mi cama para cuando venga a New York. Y después, cuando nos encontramos, en cinco minutos recuerdo por qué todo se acabó y vuelvo al mundo real. La memoria es frágil con lo que uno no quiere recordar.