Desfilando
La primera vez que oí hablar del desfile del orgullo gay, la “Gay Pride Parade” de New York mi reacción fue parecida a muchas que todavía veo en mucha gente. Un poco de incredulidad y shock, escándalo cuando vi fotos de hombres en “drag”, tipos con zapatos de taco alto bailando por las calles y otros espectáculos que me parecían una caricatura de ser gay, casi una burla y que sentí que no me representaba de ninguna manera. Mi impresión era que esa exposición pública de cosas tan “amariconadas” le hacía daño a los gays “normales”, los que no andan con tacos y no se exhiben en la vía pública con poca ropa. Además me molestaba que hostilizaran a la iglesia católica, enfrentando a los manifestantes frente a la catedral de San Patricio. Todo esto ha cambiado, hoy, soy el primero en aplaudir la marcha del orgullo.
El domingo vi por primera vez al desfile en vivo, no a través de fotos sensacionalistas en los diarios, ni cortos de televisión que buscan crear una imagen particular del desfile. Me habían invitado a desfilar mis amigos del equipo de Rugby, y también los del Club de Ski. Después de que me preguntaron varias veces si iba a ir, decidí que no era lo suficientemente hombre como para recorrer la Quinta Avenida de Nueva York dejándole saber a todo el mundo que soy gay. Que a pesar de saber que lo soy, de sentirme bien conmigo mismo, y de ser capaz de enfrentarme a mucha gente y decirselo, no soy capaz. Será por conveniencia, por miedo, por donde estoy en la vida y quienes dependen de mi. Seguro que puedo inventar una razón noble, pero la verdad es que me faltan pelotas. Pelotas que reconozco que mis amigos tienen. Mis muy maricas amigos.
Me sentí por un momento como cuando no me atrevía a tomar un número de Out y pasárselo al vendedor de la revistería por miedo a que alguien me fuera a ver comprando una revista gay. O cuando pagaba en efectivo por alguna estúpida razón, tal vez tenía miedo que el vendedor fuera a fijarse en mi nombre en la tarjeta de crédito y ponerla en la lista de maricones que compran en la tienda. Cómo si a alguien le importara.
John se reía y me decía que cuando más iba a poder jugar con una pelota de rugby, lanzándola a lo largo de la Quinta avenida sin tráfico, y que te aplaudieran por hacerlo. Y me describía la llegada a Greenwich Village, donde realmente el desfile llega a casa, dónde los que están a lo largo de las calles y los que están desfilando se confunden y celebran todos juntos. Que es una experiencia única. Con la sensación de ser gallina, y sabiendo que me perdía algo, le dije que no, que ese era un salto que todavía no estaba listo para dar.
Los equipos de deportes que desfilan son los últimos en entrar al desfile. Se juntaron en la calle 54 entre Madison y la Quinta, frente al restaurante Bice. Ahí estaba Tim, pareja de mi amigo Greg, listo para encabezar la marcha con su polera roja de Marshall del desfile. Se veía lindo, uno de los más atractivos de todo el equipo. Entusiasta, masculino, orgulloso. Viene del medio oeste, tiene su pareja desde que empezó la universidad, con quien ha armado su vida y ya llevan 10 años juntos, a pesar de las canas al aire que dispara mi amigo Greg. Ahí estaba, dispuesto a decirle a todo el que lo quisiera saber que el es gay. Vive con Greg en Queens, Jackson Heights, un barrio modesto y de una diversidad infinita. Son jóvenes y están empezando su vida en New York donde les va a ir bien, y es una vida ciento por ciento honesta, en que están dispuestos a mostrar quienes son a quién quiera saberlo. Con toda la energía para agarrar por las astas a ese toro que es New York. Me siento privilegiado de conocerlos.
Saludé a Tim y y su respuesta fue una sonrisa bastante fría, lo que me hizo sentirme como una rata de alcantarilla. Creo que el
asunto entre Greg y yo no le es indiferente a Tim. Y me di cuenta que yo soy el menos hombrecito de los tres, incapaz de pararme frente a toda esa gente y decirles que soy gay. No me dijo nada. Solo me miró y desvió la vista inmediatamente después de concederme un pedazo de sonrisa forzada. Con una dignidad a toda prueba.Pensé en desparecer por los desagües de la cuneta de la calle, como le corresponde a una rata de esa calaña.
En ese momento me golpeó con toda su fuerza el por qué de este desfile del orgullo gay, cómo ayuda a marcar el punto en que te reconoces como persona digna y que no le tienes que dar explicaciones a nadie por ser quién eres. Se me erizaron los pelos y me dieron ganas de darle un abrazo a Tim y decirle cuanto lo admiro, cuanto me hubiese gustado ser como él. Pero tampoco fui capaz, y me di media vuelta y me fui con mi amigo Eduardo a ser espectadores de la marcha.